Un viaje a Japón a través de las emociones (Primera parte)
por el 8 Oct, 2015 • . Actualizado 12 Nov, 2015 • 44 comentariosSi has llegado hasta aquí buscando un artículo que recoja las mejores cosas que puedes hacer y ver en Japón, lamento comunicarte que te has equivocado. Ya habrá tiempo para contarte todo eso más adelante. Ahora lo que demanda mi pluma y sugiere mi espíritu es mostrarte aquellos instantes que fueron especiales para mí y que marcaron de una forma u otra mi percepción de un país que puede resultar una locura y una ejemplar relajación, un lugar en el que la sorpresa te acompaña a cada paso, el respeto y la cortesía es una forma de vida y donde sientes que tienes todo por aprender. Bienvenido al Japón que traje en mi maleta. Bienvenido a un viaje a Japón a través de las emociones.
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Un soplo de aire fresco en el monte Fuji
Un merecido alto en el camino. Una bocanada de tranquilidad en plena naturaleza. Así recuerdo la excusión a Kawaguchiko donde me esperaba uno de los momentos cumbre de nuestro viaje: la visión del monte Fuji y su precioso reflejo invertido en las aguas.
Aunque había leído mucho sobre la montaña más alta de Japón, sobre sus connotaciones espirituales y su estatus de lugar sagrado, y su imagen, carne de postal, no me era nueva, nada mermó mi fascinación al verlo frente a mí en una despejada y soleada mañana de agosto. Y es que alrededor de este cono volcánico perfectamente simétrico, como si de un cuadro se tratase, se extiende una región de lagos que no hacen sino magnificar su serena estampa. Entre ellos el lago Kawaguchi, situado en una zona escasamente urbanizada donde es un auténtico placer pasear, donde los escolares sacan sus pinturas para inmortalizarlo y los turistas cogen el teleférico en busca de las mejores vistas o lo recorren en barca.
Me hubiera encantado coronar su cima como hacen tantos viajeros entre el 1 de julio y el 28 de agosto pero, como comenté en su día, este fue un viaje diseñado por cuatro perfiles muy diferentes y esa opción quedó descartada. Aún así tuve ocasión de charlar con varios escaladores que me relataron lo que supone terminar la escalada antes del alba para ver salir el sol desde este enclave declarado Patrimonio de la Humanidad. De todos modos, tuve mi premio de consolación que se transformó en un momento realmente único: ver un inesperado espectáculo de fuegos artificiales con el gran símbolo de Japón como telón de fondo.
En la piel de una maiko en Higashiyama, Kioto
Un capricho que acaba convirtiéndose en una experiencia total. No encuentro mejor manera para definir lo que supuso ponerme en la piel de una maiko durante unas horas y más en Kioto donde las verdaderas aprendizas tienen que completar un riguroso y complejo entrenamiento hasta llegar a alcanzar la condición de geisha.
El lugar que escogí para mi transformación fue un estudio de maiko henshin situado en el barrio de Higashiyama donde se encuentra el famoso Templo Kiyomizudera. Mi «Studio Shoot Plan» incluía maquillaje, elección de kimono, seis fotos de estudio y 10 minutos para realizar mis propias fotos o vídeos. Con el maquillaje tus rasgos se difuminan hasta el punto que cuesta reconocerte frente al espejo, una sensación que aumenta cuando te colocan la peluca y los tintineantes adornos de la cabeza, el kimono y el obi que has elegido, y te calzas las okobo, unos zapatos de madera muy altos y difíciles de controlar para una neófita en la materia. Vuelves a mirarte en el espejo, esta vez de cuerpo entero, y la imagen que te devuelve es, sencillamente, otra persona. Sientes el peso del kimono, respiras con dificultad, te cuesta moverte… Es entonces cuando alcanzas a comprender, aunque solo sea desde un plano físico, el extraordinario esfuerzo que realizan las maikos para mantener vivo el encanto y el misterio de una tradición que perdura a lo largo de los siglos.
Protagonizando mi propia escena en Fushimi Inari
Si has visto Memorias de una geisha, esa obra de arte que nos regaló Rob Marshall y que John Williams envolvió en una banda sonora memorable, seguro que recuerdas uno de sus momentos culminantes, aquel en la que la joven Sayuri corre montaña arriba bajo un techo de torii rojos. Esta escena se rodó en el santuario sintoísta de Fushimi Inari, uno de los más antiguos del país y el rincón de Japón que más ansiaba conocer.
Deseaba subir por su colina y recorrer los cuatro kilómetros de este templo dedicado a Inari, el dios del arroz y patrón de los comerciantes, atravesando las miles de puertas que delimitan el camino y que dan forma al más espectacular de los túneles que puedas imaginar. Detenerme en cada detalle, fijándome en las inscripciones que recuerdan a aquellos comerciantes, artesanos y fieles que donaron los torii en busca de buena fortuna, en los zorros – considerados los mensajeros de Inari-, en las lámparas de piedra…
Solo puede cumplir a medias mi sueño. Al cabo de un escaso kilómetro y medio, el cielo, literalmente, se desplomó sobre mí y en pocos segundos estaba empapada. Busqué refugio en uno de sus más de 32.000 pequeños santuarios, un bunsha en el que ni recuerdo el tiempo que permanecí varada. Estaba furiosa, Fushimi Inari era mi particular meca, una meta que se esfumaba bajo la furia de un diluvio. Duró poco mi enfado. No porque cesara de llover. Porque mi mente dio un giro de 180 grados. Al fin y al cabo estaba allí, en un lugar que te derrite por su delicada y pura belleza y que existe desde el siglo VIII, disfrutando de su perfecto equilibrio entre naturaleza y arte, rodeada de una paz infinita que templó mi alma. Entonces sí, cuando sentí que ya no era la lluvia sino el propio santuario el que me calaba hasta los huesos, protagonicé mi propia escena. Corriendo montaña abajo, sorteando los charcos, sin protegerme de un chaparrón que no amainaba… Feliz.
La experiencia de alojarte en un ryokan
Indagar en las costumbres locales y revivir el Japón de la elegante época de los Daimyos. Esas eran mis expectativas al alojarme en un ryokan de Kanazawa, una posada tradicional japonesa en la que prácticamente todo era nuevo para mí. Nuestra minimalista habitación con unos cómodos futones extendidos sobre el tatami, mi vestimenta -un liviano yukata y unas zapatillas con las que me movía por los siempre silenciosos pasillos-, el precioso jardín central…
Y la posibilidad de experimentar en primera persona la arraigada cultura del baño de la sociedad nipona. Para los japoneses, el acto de bañarse es mucho más que una básica cuestión de higiene, es un momento para purificar cuerpo y mente que debe seguir una serie de normas que resultan curiosas a los ojos occidentales. Lo que más me sorprendió es que antes de entrar en la bañera, que utilizan todos los huéspedes y cuya agua debe permanecer impoluta en todo momento, debes ducharte fuera sentado en un taburete. Una vez te has lavado a conciencia, ya puedes utilizarla para el fin que aquí le dan: un placentero momento de relax que en mi caso me puso a gloria tras un largo día de turismo. El tiempo que pases en ella dependerá de tu resistencia porque la temperatura del agua oscila entre los 38 y los 42 °C.
Lost in Translation en Tokio
Los primeros días en Tokio fueron complicados. Fue la etapa final de mi viaje y el cansancio acumulado empezó a pasar factura en el peor momento, en una megalópolis que reclama toda tu energía para enfrentarte a su potencia. A un descabellado aluvión de luces de neón, pantallas de televisión gigantes y sonidos que no da tregua, a un titán en el que el silencio, por momentos, puede llegar a convertirse en el bien más preciado, a una inmensa ciudad donde las muestras físicas de cariño son una rareza y en la que a pesar de estar rodeada de millones de personas puedes sentirte más sola que en ningún lugar del mundo.
Ese es el sentimiento que me acompañó en mis primeras 48 horas en la capital de Japón. Un estado de desconcierto, turbación y asombro constante que se gestó en barrios como Akihabara, Shibuya o Kabukicho y que explotó en el mirador de la sede del Gobierno Metropolitano con mi nariz casi pegada a sus ventanales. Allí estaba yo, de noche, contemplando la hiedra de rascacielos que copaba el horizonte. Recordando la película de Sofia Coppola y haciendo mío el aturdimiento y el naufragio vital de sus protagonistas. A miles de kilómetros de casa y comprobando, compulsivamente, que el pasaporte, los yenes y la dirección de mi hostel seguían en mi mochila. Sí. Me sentí perdida, asfixiada, sola y sin fuerzas para combatir la extrema ola de calor que azotaba el país y que frenaba mis ganas de descubrir todo el potencial de de Tokio.
Por fortuna, esas emociones fueron pasajeras y pronto las piezas del gran puzzle tokiota empezaron a encajar. Me relajé y todo empezó a fluir, como debía haber sido desde el primer momento. Una travesía en barco hasta Odaiba, unas risas en un garito minúsculo de Golden Gai, un agradable paseo por Asakusa, una tarde de compras en Ginza…
Continuará…