Zambia, Zimbabue y Zanzíbar: primeras impresiones de mi viaje a África

Zambia, Zimbabue y Zanzíbar: primeras impresiones de mi viaje a África

Seis de la tarde. Estoy en Dar es Salaam, en la terminal internacional del aeropuerto Julius Nyerere y me siento presa. Faltan seis horas para que salga mi vuelo y el mostrador de facturación no abre hasta las ocho. Miro a mi alrededor en busca de agua. No hay. Esta pequeña sala solo da para un puñado de sillas, una desconchada oficina de cambio y un puesto que embala maletas. Sin tarjeta de embarque no puedo pasar el control policial y sin cruzarlo no puedo acceder al único restaurante de la planta de arriba. Enjaulada entre cuatro paredes sin retorno.

La sequedad de mi boca es solo la punta del iceberg. Mi gran viaje toca a su fin y el momento que tanto he tratado de esquivar se revela asestándome un certero puñetazo en el estómago, blandiendo las esposas que me condenan de vuelta a la rutina, a ese Madrid que tanto quiero hasta que dejo de serle fiel. No. Todavía no. La gran aventura aún no ha acabado. No hasta que vea aparecer mi equipaje en la cinta de Barajas. Aquí y ahora sigo siendo una mzungu -persona blanca- que se resiste a olvidar el poco suajili aprendido: jambo, hakuna matata, asante sana, pole pole, simba, tembo

Mercado de Livingstone. Zambia

Chelines tanzanos. Africa

Mi rechazo a la realidad me lleva a abrir el ordenador para seguir viviendo y sintiendo África. Funciona y encuentro en el cajón de las emociones la energía que me falta. ¿Qué tal el viaje?, ¿ha sido tan increíble como imaginabas?, ¿con qué te quedas?… Estas preguntas me esperan a la vuelta de la esquina. ¿Por qué no empezar a responderlas ahora cuando todo sigue a flor de piel? Cuando todavía soy capaz de distinguir los sonidos de la sabana, el sabor de un zumo de baobab, los mil azules del Índico.

South Luangwa National Park. Zambia

Playa de Nungwi. Zanzibar

Dicho y hecho. Empiezo a teclear y al volver a alzar la mirada, los cuatro muros que hasta hace nada me encadenaban son ahora un enorme panel de imágenes que condensan todo lo vivido en el África subsahariana.

Zambia: un safari, una escuela y artesanía contra la barbarie de los furtivos

Total y salvajemente fascinada. Así me he sentido cada uno de los días que he pasado recorriendo el South Luangwa National Park, una de las reservas más importantes del continente africano en la que el hombre sigue estando en franca minoría.

Ver por primera vez un elefante en libertad, navegar por el río Luangwa hasta la puesta de sol, el increíble verdor propio de la temporada de lluvias, esperar a que un leopardo acabe su siesta y trepe a un árbol, sentirme vulnerable cuando un león cruza su mirada con la mía en medio de la oscuridad, desear que un búfalo alcance la orilla para no ser atacado por los cocodrilos, cruzarme con perros salvajes, temer por la supervivencia de una leona herida, recorrer los primeros metros a pie tras la silueta del ranger con la sangre al galope…

Fotografiando elefantes. South Luangwa National Park. Zambia

Rio Luangwa. South Luangwa National Park. Zambia

Leopardo. South Luangwa National Park. Zambia

Si el día transcurre en un baile de continuas sorpresas, al llegar la noche las sensaciones se multiplican y los oídos toman el relevo a una vista cansada de esforzarse. Y allí estoy yo, intentando conciliar el sueño mientras escucho el rugido de un león o cómo pasta un hipopótamo al lado de la tienda. La jornada acaba para mí y el día empieza para ellos. En mi primer safari, en Zambia y de la mano de Norman Carr Safaris, una compañía que cada año copa las principales categorías de los Safari Awards por sus rutas a pie -fueron pioneros- y por su equipo de guías. A mí me tocó el mejor, Lawrence Banda, un hombretón nacido y criado en Mfuwe que adora su trabajo. Él fue quien me abrazó cuando lloré contemplando mi primer atardecer, el que me enseñó a reconocer las huellas de los animales y las señales de alerta, y el que pronunció una frase que adopté como dogma: “En coche ves África, a pie sientes África”. Gracias, Lawrence. Este safari siempre quedará unido a tu eterna sonrisa.

Lawrence Banda. Guia de Norman Carr Safaris. Zambia

Leon. South Luangwa National Park. Zambia

Atardecer en el rio Luangwa. South Luangwa National Park. Zambia

Además de coleccionar imágenes de postal y momentos que me hicieron sentir viva a cada paso, en Zambia también encontré historias dignas de ser contadas. Como el Kapani School Project, una organización sin ánimo de lucro, fundada por el propio Norman Carr, que trabaja para mejorar la educación de los niños de la zona de Mfuwe. Nunca olvidaré la tarde que pasé en el Club de Chicas de la escuela Yosefe, entre jóvenes de 10 a 14 años que desfilaban una a una expresando en voz alta sus esperanzas: “Mi sueño es ser enfermera, quiero ser abogada, de mayor seré profesora”. Cada viernes una voluntaria las reúne proporcionándoles un lugar privado en el que compartir sus experiencias y aspiraciones, haciéndoles ver que hay alternativas a los estereotipos que amenazan a las mujeres de la Zambia rural.

Club de Chicas de la escuela Yosefe. Zambia

Otra amenaza que sufre este territorio son los cazadores furtivos, responsables entre otras muchas barbaries de la desaparición de los rinocerontes y de que el número de elefantes haya pasado de 156.000 a 18.000. ¿Puede un acto tan deleznable convertirse en algo bello? Sí. Lo comprobé visitando el taller de Mulberry Mongoose en el que las mujeres de los alrededores transforman el alambre que usan en las trampas en preciosas piezas de bisutería. Como este collar. Cada vez que lo luzca recordaré que una parte de mi compra se destinó a las patrullas que luchan para proteger la vida salvaje en South Luangwa.

Collar de Mulberry Mongoose. Zambia

También traigo en mi maleta el insípido sabor del nshima -una especie de gachas preparadas con maíz que son la base de la cocina zambiana-, y las horas que pasé en Lusaka y Livingstone conociendo otra realidad mucho menos amable. Infraestructuras en mal estado, precarias condiciones sanitarias, persecución de la homosexualidad, ausencia de igualdad de género… Todo ello en un país ajeno a los conflictos que se viven más allá de sus fronteras, en el conviven sin problemas más de 70 etnias y donde todo discurre sin prisa. Un país que me costó abandonar por todo cuanto me dio.

Nshima. Zambia

Livingstone. Zambia

Zimbabue y las Cataratas Victoria

Siete y media de la mañana. Acabo de aterrizar en Schiphol y tengo por delante otras cuatro horas de escala en el aeropuerto de Ámsterdam. Esta vez sí encuentro a mi alrededor “todo” lo que un viajero puede necesitar: Starbucks, McDonald’s, tiendas de electrónica, hasta un spa exprés y una peluquería. No puedo con tanta globalización, tanta banda sonora de fondo y tantas maletas a la carrera. Todavía no. Sigo en mis trece de no querer despertar de mi sueño africano así que me arrellano en un cómodo asiento, cierro los ojos y…

Estoy sobrevolando en helicóptero las Cataratas Victoria y el Zambezi National Park. Durante los primeros minutos mi oficio me conduce a una nerviosa y frenética coreografía: la Nikon, el móvil, la GoPro… Me faltan manos. Hasta que me impongo un basta. No voy a volver a vivir estos 25 minutos de vuelo así que adiós tecnología. Es entonces cuando soy plenamente consciente del asombroso escenario que discurre bajo mis pies: el río Zambeze se derrumba a lo largo de una enorme grieta que quiebra la tierra dibujando una estremecedora frontera natural entre Zambia y Zimbabue. Mosi-oa-Tunya, el humo que truena que Livingstone descubrió en 1855. Uno de los paisajes más impactantes que he contemplado hasta la fecha.

Vuelo en helicoptero. Cataratas Victoria

Cataratas Victoria

A vista de pájaro me siento como una asombrada espectadora, a ras de suelo, protagonista. Desde Zimbabue y desde Zambia, en plena temporada húmeda, calada hasta los huesos por la enorme nube de vapor que provoca el desplome del gran caudal del Zambeze, escuchando el atronador ruido del agua, asomándome al abismo e imaginando qué descubre en los meses secos aquello que por momentos solo es una enorme cortina blanca.

Cataratas Victoria. Zimbabue

Empapada bajo el humo que truena. Cataratas Victoria. Zambia

¿Tres momentos que enmarcaron mi visita a las cataratas? Un mojito con vistas a la garganta Batoka en The Lookout Café, un tranquilo crucero al atardecer por el Zambeze y cruzar el puente que une Zambia y Zimbabue. Mi primera frontera a pie, caminando en tierra de nadie, entre largas colas de camiones que esperan sin aparente prisa salvar los trámites aduaneros.

Zanzíbar: playas paradisíacas y el decadente encanto de Stone Town

Una voz femenina me saca de mi dulce ensoñación: “This is the final boarding call for passengers...” Qué cerca y qué lejos queda ahora el rumor del Índico, la insoportable humedad del bosque de Jozani -feudo de los monos colobos-, la arena blanca, los manglares, el crucero por la bahía de Menai y los amarillos, naranjas y ocres que despiden los días en este rincón africano.

Playa de Zanzibar

Atardecer en Zanzibar

Zanzíbar, paraíso de las lunas de miel, de hoteles de lujo que domestican su salvaje fisonomía, de la dolce vita a golpe de tarjeta. Un archipiélago situado a 36 kilómetros de las costas de Tanzania que cualquier viajero calificaría de edén terrenal. “Heaven on earth”, como repite el dueño del Rolex cada mañana antes de zambullirse en la infinity pool de The Residence.

Infinity pool del hotel The Residence. Zanzibar

Clases de cocina suajili, masajes, cócteles al atardecer, marisco a la luz de las velas… Estuve tentada pero no pude. Llegar hasta aquí desde Zambia supuso un largo camino de visados, colas interminables y calor sofocante. Demasiado esfuerzo como para quedarme encerrada en mi burbuja de cinco estrellas y limitar mi estancia a playas virginales en las que me hice la sorda para esquivar a los falsos masais que me ofrecían su “compañía”.

La otra Zanzibar

Quise recorrer la polvorienta y bacheada carretera principal que a modo de espina dorsal conecta el norte y el sur de la isla, conocer una plantación de especias y descubrir los otros rostros de Zanzíbar en el barrio viejo de su capital, Stone Town. Un decadente laberinto de calles estrechas, declarado Patrimonio de la Humanidad, en el que es prácticamente imposible orientarse.

Stone Town. Zanzibar

Maravillarme con sus preciosas puertas de madera tallada y distinguir las muestras de arquitectura árabe, india, africana y europea me resultó fácil. Mucho más sencillo que evitar una lágrima -esta vez de dolor- al visitar las celdas en las que durante días malvivían hacinados hombres, mujeres y niños. Y es que tras las luces del idílico litoral de Zanzíbar se esconden las sombras de su terrible pasado, el abominable honor de haber sido el principal mercado de esclavos de África durante siglos.

Monumento a los esclavos. Stone Town, Zanzibar

Y sí, cuesta un mundo borrar esta imagen cuando estás disfrutando de un lugar tan especial como The Rock, el restaurante más famoso de la isla enclavado en un viejo arrecife de coral, embobada por los colores de un océano por el que no hace tanto navegaron miles de personas condenadas a la explotación.

The Rock. Zanzibar

Mi primer elefante sin zanjas ni verjas, mi primer vuelo en helicóptero y en avioneta, mi primer atardecer africano, mi primera frontera a pie, mi primer baño en el Índico… Este ha sido un viaje lleno de primeras veces, el prólogo de un libro que recién empieza a ser escrito. Porque yo, como dije antes de partir, siempre soñé con África y ahora que ya no necesito imaginármela solo deseo volver.