Espectacular. Esta es la palabra que llevo repitiendo desde que aterricé en Madrid hace tres días. Siempre que me preguntan qué me ha parecido Estambul esa es la respuesta. Espectacular.

Antes de ponerme a escribir este artículo con mis primeras impresiones sobre Estambul, he releído mi anterior entrada. Una maleta cargada de sueños que en su mayoría se convirtieron en realidades, en momentos únicos que me acompañarán toda la vida. Este viaje ha sido el inicio de una historia de amor que, como intuía antes de partir, no ha acabado en un adiós sino en un hasta la vista. Si esto fuera una carta abierta a Estambul, después del saludo inicial vendría un profundo y sentido «acabo de volver a Madrid y ya te echo de menos».

Puente Gálata. Estambul

Los cinco días completos que a priori tal vez parecían demasiados se han quedado cortos. Volaron como las gaviotas sobre el Puente Gálata. 14 horas al día a una media de casi 6 kilómetros caminando dan para mucho. Mezquitas, museos, bazares, miradores, paseos en ferry… Tiempo suficiente para ir tachando de la lista sus imprescindibles, pero escaso para vivir la ciudad más allá de los clásicos. Ese era el pensamiento que rondaba por mi cabeza cuando me ajustaba el cinturón de seguridad en el avión de vuelta. Deseo volver a Estambul sin el lastre de la primera vez, sin las prisas por verlo todo que te hacen acelerar el paso. Anhelo regresar no como periodista, bloguera, viajera o turista sino como alguien que simplemente desea retomar el diálogo con una ciudad que le ha calado muy hondo.

Durante una semana he comprobado que todos los elogios, mimos y requiebros que recibe Estambul son más que merecidos. Capital de tres imperios, encrucijada entre Europa y Asia, un lugar único en el mundo…  Estambul es un deslumbrante cóctel de historia, paisajes y paisanajes que te atrapa desde el momento en que pisas sus calles. Una inmensa alfombra tejida de sonidos, colores, olores y sabores que hay que conocer dando brincos por el mapa. De Constantinopla a Bizancio, sin olvidar el rostro más moderno y europeísta del Estambul actual.

Instantes de Estambul

Istiklal Caddesi. Estambul

La sensación inicial que me produjo esta megalópolis turca fue de cierto desconcierto. Al principio te sientes desorientada, desamparada ante su enorme extensión que da cobijo a más de 16 millones de habitantes. Pero es solo cuestión de tiempo. Poco a poco, te vas colando por las rendijas de la ciudad, te familiarizas con su sistema de transportes y empiezas a moverte por ella como pez en las aguas del Mármara. En ese momento, cuando las piezas del puzzle empiezan a encajar, es cuando todo empieza a fluir, te relajas y activas todos tus sentidos para no desperdiciar ni uno de los regalos que Estambul te tiene preparados.

Como una niña con zapatos nuevos 

Perpleja ante tanta belleza. Todavía me siento así al teclear estas letras. El aluvión de imágenes y sensaciones que revolotean en mi cabeza es abrumador. Tanto que es difícil ordenar las ideas. Es como el tráfico en Estambul. Anárquico pero funcional. El orden dentro del caos.

Aún así, con los sentidos todavía embotados, tiro de mi cuaderno de notas y me lanzo a relatarte un puñado de momentos que hicieron que me enamorara de esta ciudad.

La llamada a la oración. Puede sonar a tópico pero la primera vez que escuchas el quejumbroso canto del muecín llamando a la oración no se olvida. Más aún si te coge por sorpresa, bajo la lluvia y en la Plaza de Sultanahmet, entre Santa Sofía y la Mezquita Azul. O esperando para entrar en la Mezquita de Eyüp Sultan, entre el constante trasiego de personas que acuden a uno de los puntos de peregrinación más sagrados del mundo musulmán.

Plaza de Sultanahmet y Mezquita Azul. Estambul

Mezquita Azul. Estambul

Navegar entre dos continentes. Surcar las aguas del Bósforo, el estrecho que separa Europa de Asia, hasta las puertas del Mar Negro es una experiencia fascinante. Cruzar de babor a estribor para contemplar el Palacio de Dolmabahçe o la Mezquita de Ortaköy, pasar por debajo del Puente del Bósforo, presenciar cómo todo el pasaje da un respingo al oír a una turista gritar dolphins, dolphins, ver cómo los edificios pelean por tener vistas al estrecho, desembarcar en Anadolu Kavaği y subir hasta la fortaleza de Yoros y perder la mirada allí donde el Mar de Mármara se funde con el Mar Negro…

Crucero por el Bósforo. Estambul

A las puertas del Mar Negro. Estambul

Una de las mejores puestas de sol que he presenciado. Me esperaba en Üsküdar, en el lado asiático y llegué en vapur como una estambulita más. Busqué el café de las alfombras, pedí un çay y me hice un ovillo para tratar de esquivar el frío. Estaba nublado pero Estambul no me falló. Justo antes de atardecer, el cielo se abrió y para lo que sucedió a continuación faltan palabras. Nunca imaginé tan hermosa paleta de colores.

Esperando la puesta de sol en Üsküdar. Estambul

Puesta de sol desde Üsküdar. Estambul

Disfrutar de la amabilidad de un pueblo. Tal vez sea el recuerdo más grato que me traigo de vuelta. Las gentes de Estambul son afables y encantadoras hasta decir basta. No te hablo de los captadores de turistas que consiguen que pierdas los nervios si tratas de cruzar la zona de restaurantes del Puente Gálata. Te hablo del señor que empuja un carro cargado de botellas de agua y te sonríe cuando te acercas mapa en mano. De la familia que regenta un minúsculo café cerca del muelle de Ayvansaray y con la que te entiendes con un merhaba y un par de señas. Del anciano que se sienta a tu lado en el tranvía y busca cualquier excusa para cruzar un puñado de palabras. De los vecinos de los barrios más alejados que se desviven por indicarte el camino a seguir.

Jugando con las palomas. Estambul

La luz de Santa Sofía. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al poner los pies en la obra más colosal y sagrada de la época bizantina. Pese a los andamios, pese a las hordas de cámaras de fotos que me rodeaban. El sueño de Justiniano emociona por sus dimensiones y por la atmósfera que allí se respira. Conmueve incluso desde la distancia. Así me pasaba cada mañana cuando tras desayunar subía a la terraza de nuestro hotel o cuando disfrutaba de su imponente silueta desde el mar.

Interior de Santa Sofía. Estambul

Santa Sofía desde la terraza del hotel Adamar. Estambul

Un café con vistas. Probablemente, Pierre Loti sea el café más famoso del Cuerno de Oro. Sentada en una de sus mesas descubrí por qué este escritor francés acudía aquí en busca del favor de las musas. ¡Cómo no inspirarse con estas vistas!

Vistas del Cuerno de Oro desde el Café Pierre Loti

Ver la vida pasar en el Puente Gálata. Más que con la torre me quedo con el puente, esa estructura de acero que sirve de nexo de unión entre el viejo y el nuevo  Estambul y que hacen suya los pescadores a cualquier hora del día. El penetrante olor a mar, el ir y venir de los barcos que cruzan el Bósforo y, de nuevo, los atardeceres. Si Estambul tiene alma, creo que está aquí.

Pescador en el Puente Gálata. Estambul

Me dejo en el tintero muchos más momentos únicos y rincones que me han maravillado como la Cisterna de Yerebatan, los increíbles mosaicos de San Salvador de Chora, la pequeña Santa Sofía, el palacio Topkapi, la Mezquita de Rüstem Paşa, los bazares, Solimán, la trepidante y bulliciosa Istiklal Caddesi, el dulzor de los baklavas… Pedacitos de una ciudad que navega entre lo occidental y lo oriental, lo antiguo y lo moderno, donde se entremezclan culturas y credos y que próximamente espero enseñarte como se merece. Perderme, encontrarme y perderme de nuevo era mi objetivo inicial. Ahora tengo uno más: volver a Estambul.